Soy un tipo tímido y, según dicen, responsable. Pero en algunas ocasiones, esas dos características de mi personalidad desaparecen en un instante y me atrevo a hacer cosas que me llevan a sentirme muy vivo. Son ese tipo de situaciones que en el día a día te dan un vértigo atroz y cuando las realizas no puedes dejar de sonreír.
Una de ellas se produjo el pasado verano, cuando me fui a la India con un grupo de personas que no conocía directamente, en un viaje mitad aventura, mitad organizado.
Era mi primera salida a un destino de ese tipo, ya que siempre me había movido por España y un poquito de Europa (poquito-poquito). Durante esos 15 días sucedieron varias historias increíbles que espero poder ir contando en las distintas entradas de este blog y no destrozarlas.
La primera, sucedió el 29 de Septiembre, cuando visitamos el Fuerte de Amber a unos 11 kilómetros de Jaipur en el estado de Rajastán. Para que os hagáis una idea, fue construido por el Marajá Man Singh en 1592 y durante 150 años fue ocupado por las dinastías reinantes, hasta que el Marajá Sawai Jai Singh II cambió la capital a Jaipur, y Amber cayó en el olvido y ostracismo.
La vista a la llegada es emente abordado por unos 100 comerciantes de camisetas, pulseras, figuritas de elefantes, que tras descubrir que eres español empiezan a gritos a llamarte Pepe y a decir compulsivamente “Mira mira Kashimira”, “Hola Hola Coca-Cola” y “Compra barato es bueno”. Tras el mareo inicial provocado por estos, te montan en un elefante para hacer la subida al fuerte y dos vendedores te acompañan todo el camino lanzándote camisetas, que devuelves con suma delicadeza como si fuera un juego que en mi caso quedo en empate (197 lanzamientos por cada bando).
Una vez dentro, es imposible no admirar sus patios, jardines y cada pequeña sala que visitas. Recuerdo estar en el centro de un patio escuchando a George Harrison sentado en el suelo y sentirme tranquilo, feliz y relajado. Pero lo mejor estaba por llegar…
Abandonamos el fuerte por la misma rampa que dos horas antes estaba llena de elefantes, vendedores, gritos y vida. Es increíble como en tan poco tiempo un mismo lugar puede cambiar tanto, ya que en ese momento solo se escuchaban nuestros comentarios y los de una pequeña cuadrilla recogiendo excrementos para utilizarlos como combustible.
A mitad de camino apareció un niño con una pequeña mochila que empezó a andar a mi lado sin dejar de mirar al suelo. Durante todo el viaje era habitual que te siguieran, se presentarán, bromearan y se fueran, pero él se quedo callado casi todo el camino, y casi al final conseguimos que nos empezará a hablar. De la conversación conseguimos descubrir que tras sus 8 años se escondía un pequeño mago. Cuando llegamos a la furgoneta nos preguntó que si queríamos ver sus trucos y al contestarle que si, empezó a temblar de nervios. Es difícil describir lo que se siente al ver a un crio en una situación así.
Pero de repente, se transformó, convirtiéndose en un autentico mago, que sonreía y dominaba el escenario como nunca había visto hacer a nadie. Conseguía que aparecieran en nuestras manos y bolsillos pequeñas monedas. E incluso nos gastaba bromas, haciéndonos disfrutar de un espectáculo a la altura de aquellos que se denominan profesionales.
Una vez acabado y tras una fuerte ovación del público, se transformó de nuevo y caímos en la cuenta de que “sólo” era un niño..